lunes, 23 de mayo de 2011

La casa nuestra


Saharazad para evitar la muerte en manos del rey Sahriyar, cuenta cada noche un cuento que deja con el final abierto para el día siguiente.  Dunyazad, su hermana menor, la acompaña a los pies de la cama del rey donde momentos antes Saharazad había sido desflorada.  Durante mil y una noches los cuentos van llenando la cabeza del rey.  El  dolor por el engaño de su mujer y su sed de venganza a través todas las mujeres, a quienes mata luego de quitarles la virginidad, quedan relegados a un segundo plano.  Las historias de la muchacha lo tienen embelesado.  Cuando la primera noche llega a su fin el soberano dice:  “¡Por Dios! ¡No la mataré hasta haber oído el resto de la historia!” Pasaron aquella noche abrazados, hasta la mañana.

Saharazad cumple noche tras noche con su doble cometido, salvar su  vida y hacer que la pena del rey pase porque:

Di a quien soporta una pena: una pena no es eterna.
De idéntica manera a como la alegría se va,
perecen las penas.[1]

Efrits, genios buenos y malos, botellas, lámparas maravillosas, magia, tesoros, proverbios, cantos, alabanzas, poesía, erotismo, amor, un cuento dentro de otro…, lo insaciable.  Esas son las historias que llenan las noches del rey, las que hacen que la pena y la muerte se alejen.  Al final de la noche mil uno, Saharazad pide la clemencia del rey en nombre de los tres hijos varones que engendró en todo ese tiempo y el rey se puso a llorar. Los cuentos y el llanto devuelven la alegría al rey.   Saharazad y el rey Sahriyar han hecho posible la casa que deseaban,  la de las mil y una palabras.

Esta es nuestra casa, la que construimos día a día, noche a noche.  El lugar desde donde nuestras historias nacen.  El narrador desaparece,  no interesa si es hombre o mujer, interesan las historias, interesan las palabras.  Una casa construida por palabras: las contadas, las escritas, las oídas, las que arman historias. Sólo así debería ser.



[1] Las mil y una noches, Traducción, introducción y notas de Julio Vernet, Editorial Planeta, Barcelona 1990, Tomo I, Pág. 11

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